Por la salvación de Phlip K. Dick


En Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Emmanuel Carrère hace el retrato libre de uno de los iconos de la ciencia ficción.

Reseña
Por: Guadalupe Alonso Coratella


Cuando Emmanuel Carrère leyó a Philip K. Dick, en 1975, afirmó que era el Dostoievski de su tiempo, el hombre que lo había entendido todo. Y cuenta que uno de sus editores franceses reconocía a la novela Ubik “entre los cinco libros más grandes jamás escritos. No uno de los cinco más grandes de ciencia ficción, no: uno de los cinco mejores a secas, junto con la Biblia, el I Ching, y El libro tibetano de los muertos”. Ya entrado el siglo XXI, Carrère asegura: “Lo que imaginó Dick pertenece a todo el mundo, vivimos en ese mundo, en la realidad virtual que en su día fue una ficción y que ahora es la realidad, la única que existe”. Su entusiasmo fue tal que tiempo después se dedicó a indagar en la vida del autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? En 1993, publica Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos: un viaje en la mente de Philip K. Dick, hoy reeditado por Anagrama.

Quien se haya acercado a la obra de Carrère no habrá de extrañarle su interés por Dick. Él mismo reconoce su fascinación por “destinos que abarcan un espectro amplio, atraviesan universos muy variados, no contiguos, a priori estancos”. Es el caso de Limónov o El adversario, dos historias muy distintas, si bien basadas en vidas de excepción. Philip K. Dick embona naturalmente en este esquema, que le ha permitido a Carrère perfeccionar la novela de no ficción, género del que se ha servido para trastocar las fronteras entre realidad e imaginación. La biografía de Dick va en ese sentido: sin distanciarse de los hechos, el autor se da licencias, “miente con conocimiento de causa”, como diría Mario Vargas Llosa. En cuanto al retrato de Dick —Carrère se considera un retratista—, el modo en que entra en la piel del personaje confirma su maestría y sensibilidad para delinear los rasgos y detalles que revelan los claroscuros de una personalidad tan compleja como entrañable. Valga pues lo que ha dicho, haciendo un guiño a Flaubert, en torno a otros de sus personajes para esta biografía: “Philip K. Dick soy yo”.

La historia comienza cuando el 16 de diciembre de 1928 Dorothy Kindred Dick da a luz a unos mellizos prematuros: Philip y Jane. Esta última muere días después, hecho que marcaría la vida del hermano sobreviviente. Phil tenía cinco años cuando sus padres, Edgar y Dorothy, se divorcian. El niño regordete, de carácter taciturno, se entretiene solo, por las tardes, mientras la madre trabaja. Para entonces ha mostrado un interés precoz por la música. Se fascina con la novela Winnie the Pooh, una historia a la que volverá una y otra vez para tratar de comprender los misterios del más allá. “A los doce años le gustaba ya lo que había de gustarle toda su vida: escuchar música, leer y escribir a máquina”. Colecciona revistas ilustradas, se fascina con los relatos de Edgar Allan Poe y Lovecraft. Estos antecedentes serán esenciales en el arco de la vida y la obra de Dick, un joven que sufre de asma y taquicardias, inseguro, paranoico, acechado por sueños que lo aterrorizan. Proclive a sufrir crisis de ansiedad, requiere los servicios de un psiquiatra. “Tenía 14 años cuando su madre lo llevó al primero de una serie casi ininterrumpida hasta su muerte”.

El destino de Dick, quien había desistido de sus estudios en la Universidad de California, en Berkeley, para dedicarse a la venta de discos, dio un vuelco cuando conoció al escritor Anthony Boucher, quien publicaría en su revista el primer texto “profesional” de Dick. Esto lo animó a dejar el trabajo en la disquera para dedicarse de lleno a la escritura. Comenzó a vender sus cuentos y escribió su primera novela en 1955. Convencido de que este oficio le daría para vivir, se dedicó de manera compulsiva a teclear en su máquina de escribir. “Cuando Dick, a los 24 años, decidió dedicarse profesionalmente a la ciencia ficción, no imaginaba que esa decisión sería para toda la vida”.

Pero la ciencia ficción no fue solo un vehículo para crear mundos imaginarios. En sus historias, Dick vertió experiencias vitales. La certeza de que podríamos estar viviendo una realidad simulada o la convicción de que él “había sido una variable reprogramada en uno de esos insidiosos cambios de realidad que conforman la trama del universo”, lo impulsaron a crear una obra visionaria que nos sigue asombrando. Phil K. Dick “creía en la existencia de un secreto que lo visible ocultaba, no imaginaba que la vida pudiera revelárselo poco a poco, sino que correspondía al intelecto conquistarlo con la fuerza. De la cultura, el psicoanálisis o la religión no esperaba una formación, sino que le revelaran la fórmula que nos permitiera evadirnos de la caverna donde, según Platón, solo se nos deja ver las sombras del mundo real”. También se volcó hacia el esoterismo: el I Ching fue decisivo para normar su vida. En esta búsqueda se acercó al catolicismo, al que se convirtió en la madurez. Dick aseguraba que había entrado directamente en contacto con el Programador, el dios escondido, y tuvo la certidumbre de haber vivido una vida alterna en el presente. Su indagación incluyó la “experiencia infernal” que tuvo con el LSD, que probó una sola vez.

La biografía de Carrère tiene la virtud de mostrar el paralelismo entre la vida y la creación literaria de este hombre singular que alcanzó la fama anhelada y sobrevivió a un suicidio; un hombre abandonado por las cinco mujeres con quienes se casó y consagrado, los últimos ocho años de su vida, “a aquello para lo que Dios lo había traído al mundo: a formular hipótesis”. De ahí su diario, Exégesis, que dejó inconcluso en 8 mil páginas. El autor de El hombre en el castillo se quedó solo al final, sin saber en qué ocupar las cantidades de dinero obtenido por los derechos de sus novelas llevadas al cine. En esa etapa contó con los cuidados de Doris, una joven convertida al catolicismo que, tras su muerte, prometió rezar por la salvación de Dick el resto de sus días.


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